Salir del vagón del metro mirando al suelo para ver la distancia, profunda y oscura, que separa tus pies del andén. Correr con sutileza para ser la primera en subir el próximo tramo de escaleras mecánicas, por darte el gusto de, luego, quedarte parada, subiendo al son de la cadena dentada que mueve la maquinaria de los escalones, bajo tus pies; y ver a la gente subir con calor, y con prisas absurdas escalón a escalón, a veces con desparpajo, a veces con torpeza, a veces con cansancio...Fijarte en un brazo de una mujer, esbelto y delicado, cubierto por una manga negra semitransparente que cubre hasta su muñeca; y mirar a continuación el brazo de un vagabundo, con un abrigo verde roído, pestilente. Da igual. Sigues subiendo despacio, contemplando la claridad del metro, de los tubos de luz que serpentean los pasillos y suben a tu mismo ritmo las escaleras. Un dolor punzante en la falangina del anular derecho te despierta de la ensoñación urbana, y en ese momento te percatas de que los tontos sucesos son ideales para escribirlos. La vida cotidiana que me aplasta de tan monótona y fatigante plasmada a modo de retrato de un yo deprimido, de un yo del día a día, del yo que sufrimos todos a diario en los gastados pasillos subterráneos.
Salir a la calle por la sucia boca de metro. Sentir el frío de un tardío invierno, sentir las últimas gotitas de una tormenta que ya se fue, el aire helado que te parte la cara en contraste con el aplastante calor de allí abajo. Dar las gracias por llegar ya a casa, porque el día se ha acabado y las horas que te quedan las vas a malgastar pensando en nada, apartando las responsabilidades, hablando por teléfono, chateando o perdiendoeltiemponosesabemuybienenquéperoyasonlasdoce. Darte cuenta de que te meas y acelerar el paso. Sorprenderte de pronto con el sonido de los coches en la carretera, preguntándote si los habías omitido o si no había hasta ese momento. Sonido que rompe dolorosamente la vaga imágen que vas recopilando del momento y, sin preaviso, oír exclamar a un pensamiento: “no me voy a acordar de todo lo que quiero relatar, de todo lo que compone este momento tan normal, pero a la vez tan extraño”. Cruzar la calle. Ver a un skater, a un anciano, a dos heavys, a dos chinitas…Preguntarte si todo esto podría ser un sueño. Preguntarte porqué siempre te preguntas lo mismo.
Llegar a casa, aliviar urgentemente tu vejiga. Sentarte a escribir estas palabras, disfrutando de la construcción, sonriendo, dando las gracias, siendo feliz...
Salir a la calle por la sucia boca de metro. Sentir el frío de un tardío invierno, sentir las últimas gotitas de una tormenta que ya se fue, el aire helado que te parte la cara en contraste con el aplastante calor de allí abajo. Dar las gracias por llegar ya a casa, porque el día se ha acabado y las horas que te quedan las vas a malgastar pensando en nada, apartando las responsabilidades, hablando por teléfono, chateando o perdiendoeltiemponosesabemuybienenquéperoyasonlasdoce. Darte cuenta de que te meas y acelerar el paso. Sorprenderte de pronto con el sonido de los coches en la carretera, preguntándote si los habías omitido o si no había hasta ese momento. Sonido que rompe dolorosamente la vaga imágen que vas recopilando del momento y, sin preaviso, oír exclamar a un pensamiento: “no me voy a acordar de todo lo que quiero relatar, de todo lo que compone este momento tan normal, pero a la vez tan extraño”. Cruzar la calle. Ver a un skater, a un anciano, a dos heavys, a dos chinitas…Preguntarte si todo esto podría ser un sueño. Preguntarte porqué siempre te preguntas lo mismo.
Llegar a casa, aliviar urgentemente tu vejiga. Sentarte a escribir estas palabras, disfrutando de la construcción, sonriendo, dando las gracias, siendo feliz...
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